Cuentos originales
escritos y leídos por estudiantes de 2º de Máster.
La caja de la justicia
por Tomek Horodecki
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Hubo
una vez un reino grande, potente y próspero. Todo iba bien, hasta que un día fue víctima de un
ataque por parte del reino vecino. Tras una guerra larga y agotadora, el rey
perdió y fue expulsado de su reino junto con su familia. Durante años, el rey
estuvo planeando la venganza, pero no tenía ninguna idea sobre cómo recuperar
el reino de manos de su adversario; o, por lo menos, de cómo vengarse de él
personalmente.
Un día, sin embargo, oyó
el rumor de que una bruja que vivía cerca podía tener la respuesta. Era una
paradoja, porque él, como rey, solía quemar a las brujas, incluso cuando no
podía probar nada sin torturas. Sin embargo, tras visitar a la bruja, esta decidió
ayudarle; y, lo que es más, lo hizo a sabiendas de quién era, pues en este
reino donde temporalmente vivía era conocido por su crueldad con las brujas. Al
rey le pareció raro que quisiera ayudarle, pero comprendió que sentía pena por
él, y, además, le había dicho que era un hombre nuevo.
Resultó, pues, que
existía la leyenda de que, en algún lugar del mundo, había una caja mágica que,
una vez abierta, haría de quien la habría abierto lo que merecía ser. El rey,
motivado por la visión de la venganza, se pasó la vida buscando la caja. Pasaron
años antes de que la encontrara. Pero, por fin, con la luz de una antorcha, en
una cueva, la encontró. Le pareció raro que, para entrar a esta cueva, había
tenido que pasar por varios signos con advertencias y calaveras en ellas. ¿Por
qué habrían puesto tantas advertencias en el camino hacia una caja de la
justicia? ¿No era justicia lo que todos merecían?
Al lado de la caja había una señal que decía: “Esta caja te hará lo que
mereces ser. Piensa dos veces si es lo que quieres de verdad. Una vez abierta,
no hay marcha atrás”. El rey no se lo pensó dos veces, y abrió la caja. De
repente, el rey estalló en llamas y, tras unos minutos de gritos, se volvió
polvo. Al parecer, eso era lo justo para él.
El reloj sin manecillas
por Zosia Labuhn
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En el siglo XIX, en uno
de los callejones del sombrío Londres, exhaló su ultimo aliento una aristócrata
empobrecida. Su belleza era legendaria; decían que el último día en que fue
vista estaba tan hermosa como aquel otoño que llegó, quince años atrás. Las
envidiosas chismorreaban que no había cambiado. La mujer parecía no tener ni
familia ni amigos, pasó bastante tiempo hasta que alguien notó su desaparición.
Cuando finalmente un
policía entró al desordenado piso, encontró a la aristocrata muerta, un reloj
viejo sin manecillas y una nota que decía “Quienquiera que seas, llévate lo que
quieras. Sin embargo, destruye este reloj, él trae la desgracia a todo aquel
que lo posea”. El policía no era un hombre supersticioso y no hizo caso a las
tonterías de una bruja. Vio lo bellamente decorado que estaba el reloj y
decidió que no iba a destruir algo que podría hacerle ganar unas libras.
Aquella tarde colocó el
reloj en su habitación y se acostó muy ilusionado con la perspectiva de unas
ganacias fácil. En mitad de la noche, se despertó por el fuerte tictac de un
reloj. Con manos temblorosas encendió una vela y miró a su alrededor en la habitación.
El único reloj que había era el traído esa noche. Aquel sin manecillas. El
policía decidió que, después de un tan día cansado, su imaginación le hacía
travesuras y volvió a dormir.
Al levantarse el dia siguiente, en su cabeza resonaba el ensordecedor tic
tac, tic tac... No pudo ordenar sus pensamientos, deshacerse del reloj ni salir
de casa. Olvidó quién era y cuál era su nombre. Su corazón quedó ligado para
siempre al reloj, latiendo al ritmo de su incesante tic-tac.
La biblioteca mágica
por Ola Nowicka
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En un pequeño pueblo, al
pie de las montañas de un país remoto, había una biblioteca oculta. Pero no era
una biblioteca cualquiera. Era mágica. Todos los mejores libros jamás escritos
estaban allí. Quien ingresaba en ella podía leer cuanto deseara, pero debía
elegir con sabiduría, ya que el tiempo en la biblioteca pasaba de forma
diferente. Además, por cada libro leído, había que pagar con un recuerdo.
Una vez, un hombre joven entró en la biblioteca. Le apasionaba la
literatura. Había viajado por todo el mundo en busca de inspiración para sus
próximas obras. Quedó fascinado por el lugar y su magia. Nada más entrar, se
abrió ante él un laberinto infinito lleno de libros. No pudo resistir la
tentación y se sumergió en un viaje por mundos de ficción. Los propios libros
acudían a él, como si fueran ellos quienes le hubieran elegido como dueño. “Qué
es un recuerdo” – pensó – “Tengo un montón de ellos”. Leyó un libro tras otro y
cada cual resultaba ser aún mejor que el anterior. Se entregó al silencio, al
papel y a las horas que no marcaba ningún reloj. Ni siquiera se dio cuenta de
que su piel estaba cada vez más arrugada y le aparecían más y más canas en la cabeza.
Pero, con cada lectura, algo suyo se iba diluyendo: primero, los rostros de su
familia; luego, los motivos de su viaje; hasta que finalmente ya no recordaba
nada de su vida antes de llegar a la biblioteca. Era como si aquel joven lleno
de pasión por la literatura ya no existiera. En aquel momento era solo un
anciano sin nombre ni identidad en medio de infinitas columnas de libros.
El espejo de Anubis
por Ania Rębacz
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Hace muchos siglos, en
las orillas del Nilo, vivía un joven llamado Menes. Era aprendiz de escriba,
pero su corazón estaba lleno de envidia. No soportaba ver cómo otros recibían
elogios por su trabajo, mientras él permanecía en la sombra. Un día, decidió
hacer algo para cambiar su destino. Menes robó un amuleto sagrado del templo de
Anubis, el dios de los muertos. Era un pequeño espejo de obsidiana, una piedra
negra y brillante que, según la leyenda, mostraba el alma de quien se mirase en
él. Menes lo usó para acusar a otros de crímenes que no habían cometido.
Mostraba el espejo a los otros aprendices del escriba y les decía: "Mira,
este es el reflejo de un ladrón", y la gente, confundida al ver su propio
rostro en el amuleto sagrado, creía que era un mensajero de Anubis. Asustados,
para evitar las consecuencias de sus futuros crímenes, decidían cambiar de vida
completamente y desaparecer, elminando al mismo tiempo la competencia de Menes.
Con el andar del tiempo,
Menes se hizo rico y poderoso. Ya no era un simple aprendiz, sino consejero del
faraón. Pero cada noche, al mirarse en el espejo, su reflejo parecía cambiar.
Sus ojos, antes vivos, se veían vacíos; su sonrisa, torcida. Ignoró las
señales, convencido de que nada podía afectarle.
Una mañana, el espejo
desapareció. Menes lo buscó desesperadamente, hasta que lo encontró en el
centro del templo, rodeado de sacerdotes, que llevaban cabezas de animales.
Cuando Menes se acercó, el sumo sacerdote, con cabeza de lobo, lo miró con
tristeza.
—Este espejo siempre
devuelve lo que se le da, las buenas obras son recompensadas, pero el que usa
el poder de Anubis intenciones maliciosas debe sufrir el castigo más severo
—dijo.
Y, al mirarse una vez
más, Menes ya no vio su rostro, sino los de todos aquellos a quienes había
traicionado… y la sala del templo se iluminó con una luz cegadora.
Nadie volvió a verlo después de aquel día. Algunos dicen que huyó al desierto; otros, que su alma quedó atrapada en el espejo. Pero, desde entonces, en el templo de Anubis los visitantes juran ver a veces un rostro ajeno reflejado en la obsidiana. Uno que no es suyo. El reflejo de un ladrón.
La flor azul
por Klaudia Szczęśniak
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En lo alto de una
colina, donde los caminos se volvían susurros y el cielo parecía más cerca,
había un jardín que no aparecía en los mapas. Lo cuidaba una mujer a la que
todos llamaban Nomeolvides, porque hablaba poco pero escuchaba mucho y nunca
olvidaba nada. Su jardín florecía con plantas exquisitas: helechos que
cantaban, lirios que cambiaban de color con la luna y, en el centro, una flor
única: la flor azul.
Alta como su dueña, con
pétalos suaves como la niebla, la flor azul era mágica. Quien lograra arrancar
uno de sus pétalos sin romperlo y guardarlo intacto, vería su deseo más
profundo hecho realidad.
Muchos subían la colina
buscando fortuna, poder o amor, pero pocos regresaban con algo más que
silencio.
Un día llegó Pedro, un joven elegante, de capa oscura y
sonrisa encantadora. Se presentó con cortesía y líneas bien
escogidos.
—No busco riquezas —le
dijo a Nomeolvides —. Solo deseo ser amado por lo que soy.
La anciana no respondió,
pero le abrió la puerta del jardín.
Pedro caminó entre las
flores con pasos suaves. Se arrodilló ante la flor azul y susurró palabras.
Extendió la mano y, con suma delicadeza, cortó un pétalo. Lo colocó en una caja
de cristal con interior de terciopelo negro.
Apenas descendió de la
colina, su vida cambió. Donde antes era como invisible, ahora atraía miradas.
Todos querían estar cerca de él. Lo elogiaban, lo celebraban, lo amaban. Al
menos, eso parecía.
Pero, con el tiempo,
Pedro empezó a notar algo extraño: nadie le hacía preguntas sinceras, nadie
parecía ver más allá de su rostro y sus gestos. Era admirado, sí, pero como un
cuadro colgado en un museo y no como una persona.
Una noche, abrió la caja
y vio que el pétalo había perdido su color. Había pasado de azul a ser casi
transparente. Y luego… ya no estaba.
Comprendió entonces que
no había pedido ser amado con verdad/sinceridad, sino con condiciones. Había
mostrado una versión adornada de sí mismo, y eso fue exactamente lo que la flor
le dio.
Años después regresó a
la colina, más callado, con el rostro marcado por el tiempo. Nomeolvides seguía
allí, regando sus flores con la misma paciencia.
—Vengo a ver la flor
otra vez —dijo, sin levantar la voz.
Ella lo dejó
pasar.
Pedro se arrodilló
frente a la flor azul. Esta vez no le pidió nada. Solo la observó. Y en el
reflejo de sus pétalos, por primera vez, se vio tal y como era.
La rama que aguantó
por Nina Szulta
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Un pequeño gusano vivía dentro de
una manzana roja, colgada de la rama más alta. No conocía el suelo, ni el
cielo, ni nada fuera de su dulce y redonda casa. Pero cada día escuchaba al
viento, que traía voces de pájaros, rumores de hojas y cuentos de horizontes
lejanos. Una tarde, la rama crujió con fuerza. Las nubes cubrieron el sol,
venía una tormenta. Los otros gusanos, asustados, salieron deprisa de sus
manzanas y bajaron por el tronco. “Es más seguro en la tierra”, decían, “allí
no llega el viento”. El pequeño gusano miró hacia fuera, temblando un poco. No
entendía del todo el peligro, pero algo en su interior le decía que debía
quedarse. “La rama aguanta”, pensó, con una calma que no sabía de dónde venía.
Y se escondió entre las pepitas, pegado al corazón de la fruta. El viento
rugió, la lluvia golpeó, la manzana se balanceó. El gusano cerró los ojos. Pasó
la noche. Al amanecer, el árbol seguía en pie, más limpio y más verde que
antes. Desde lo alto, el gusano vio el campo inundado, ramas caídas… y ninguna
manzana en el suelo. No dijo nada. Solo respiró hondo y siguió mordiendo su
casita roja.
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